Los Alpes

Olor a hierba recién cortada. Tierra húmeda y blanda. Los mosquitos ejecutaban una extraña danza como colgados de gomas invisibles. Insectos de todos los tamaños, colores y formas paseaban a sus anchas sobre todo aquello que estuviese a su alcance. Cielo azul, nubes blancas, atmósfera limpia. Un silencio interrumpido por el murmullo lejano de animales desconocidos. No parecía que la gran ciudad, se encontrara apenas a unos kilómetros. Alejada de todo el barullo de Münich, la casa se levantaba rodeada de árboles. Grandes, pequeños, a rebosar de frutos coloridos o con hojas verdes amontonadas unas sobre otras. Todo tan salvaje pero a la vez tan civilizado. El pequeño sendero de grava conducía al interior de la casa. Los suelos de madera crujían al paso del tiempo y las esquinas estaban llenas de polvo e incluso telarañas tejidas por una naturaleza que rendía al máximo en verano, cuando no todo era nieve y hielo. Sabor a mermelada de fresa y pastel de chocolate. Más allá de la ventana de la cocina, un riachuelo de frías aguas se dejaba ver. Así mismo, el bosque alemán llegaba tras algunos minutos de paseo entre las montañas y el sol. La temperatura bajaba y con ella la luz que llegaba al mohoso suelo de tierra mojada. Las hojas se estremecían bajo nuestros pies mientras los árboles más ancianos nos observaban desde lo alto de sus copas. Paseos bajo las estrellas y vistas kilométricas hacía una Alemania que escapaba al norte bajo las alas de los cuervos de montaña. 

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