Antítesis: Días de Playa.


A veces, soy un poco repetitiva con la temática de mis entradas en el blog. Uno de los temas más comunes es el verano y, en consecuencia, el paso rápido del VERANO, los amigos en el VERANO, las noches de VERANO... Ajá, todo muy bonito. Por eso, hoy, voy a dejar un escrito sobre lo peor del VERANO.

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Todo empieza una horrible mañana de mediados de agosto. Te levantas a las 10, no porque tengas algo que hacer o porque ya hayas dormido lo suficiente... ¡NO! En realidad, te acostaste tarde por ir con los amigos a un chiringuito con granizado aguado y del que saliste rebozado de arena. En fin, que la noche no ha dado tregua y te has pasado dando vueltas entre las sábanas: quitándotela, poniéndotela, sacando un pie, el otro, un codo... La cosa no mejora cuando sale el sol y va colándose por las rendijas de la ventana. La brisilla que te dejaba mínimamente descansar va siendo sustituida por un calor húmedo que se te clavará hasta en las entrañas. 

Al desayunar decides que una buena ducha no solucionará tal problemática. Te imaginas las olas del mar acariciándote por los costados, la brisa marina dándote un respiro y, entonces, la playa parece un oasis entre tanto bochorno. Mientras coges todos esos bártulos imprescindibles para una mañana playera, incluido ese aparato en forma de rosca gigante que se supone que hace el agujero para la sombrilla fácilmente, te intentas convencer de que un martes al final de la playa no habrá mucha gente. "Al fin y al cabo, esa parte de la playa no la conocen los turistas" te dices. 

Total, que coges el coche, lo cargas hasta que la parte trasera del mismo prácticamente roza el suelo y emprendes tu viaje. En la radio, una mujer habla con tono amable a un grupo de niños que han ganado un concurso de no se qué, de dibujar, escribir o algo así. Cambio de emisora. El locutor repasa la lista de éxitos pachangueros del verano; parece muy optimista con la trayectoria del cantante que suena. Cambio de emisora. Un hombre de voz grave explica los beneficios de las legumbres, los garbanzos en concreto, y la posibilidad de incluirlos en una dieta veraniega "fresquita y beneficiosa". Cambio de emisora.

Entre tanto, has llegado al enorme atasco que te da la bienvenida al paraíso veraniego por excelencia para familias y jóvenes ebrios: ¡la playa! Es en esos momentos cuando te arrepientes de no haber arreglado el aire acondicionado del coche. Una gota de sudor te cae por la frente. Embrague, freno, parada. Hasta el asiento parece que esté ardiendo. Embrague, acelerador, dos metros. Abres más la ventana, como si fuera a entrar más aire. Embrague, freno, parada. Punto muerto. Aquello se asemeja a una coreografía (inventada por el mismísimo diablo, seguro) durante más de media hora. 

No obstante, por fin llega el momento de llegar a la rotonda milagrosa que deja que el tráfico fluya. Giras a la izquierda y comienzas a ver pasar la playa a tu lado derecho. Al principio, aceleras porque te quieres ir lo más lejos posible de la parte más concurrida de la playa. Giras la cabeza en varias ocasiones y vas observando la cantidad de coches y personas que cruzan las calles. Aminoras la marcha. Parece que la cantidad de gente no disminuya. Caes en la deprimente realidad de que tal vez no vayas a estar tan tranquilo como pensabas. Al menos te refrescarás.

Llegas a tu destino, mareado, exhausto, con dolor de cabeza y sudoroso como si acabaras de salir de una sauna. Pero la naturaleza te lo agradece y al salir del coche notas una brisa esperanzadora y con olor a sal que te demuestra que hay luz al final del túnel. Con una sonrisa, caminas cargado hacia la pasarela porque has llegado al lugar indicado y vas a pasar un día de lujo. Lo sabes. Seguro que habrá algún chiringuito y podrás tomar algo bien frío, con gente estupenda y una banda sonora de película (o de anuncio de cervezas, qué más dará)... Entonces, la pícara realidad te vuelve a dar un tortazo en la cara... Literalmente, porque la pelota de fútbol de un niño acaba de darte en toda la jeta. Al menos, nadie lo ha visto porque, al parecer, conseguir una parcela en la playa y mantenerla durante toda la mañana se ha convertido en un deporte de riesgo. Montones de gente se apelotonan en sus toallas, utilizando, a veces las sombrillas y a veces los castillos de arena de los niños de trinchera. Aquello parece una partida de ajedrez, a la vista está que los ejércitos en familia son los más preparados: los niños son peones eficaces que se dedican a lanzar torpedos de arena a sus vecinos, la madre defiende a gritos a sus hijos ante las amenazas de los abuelos del lado derecho y de los del izquierdo y de los de delante... El padre, nadie sabe aún cómo, pero ha conseguido, como un rey, un lugar privilegiado en el centro de la parcela y está repantigado en la silla leyendo algún artículo de una desgastada revista "Muy Interesante". 

¡Empieza la guerra! Pisas la arena con ganas de pelear por un buen sitio. Y caminas, caminas, ¡cómo arde el suelo! Colocas la toalla en el estrecho espacio entre lo que parece una pareja de tranquilos abuelitos y dos chicas jóvenes que si pretenden asarse como sardinas al sol, estarán bastante rato sin moverse y sin formar alboroto. Te sientas y preparas todo para tu huida al mar. Te levantas y caminas lo más rápido que tus obstáculos te permiten. Más o menos mil veces, estás a punto de ser atropellado por niños que corren, de ser golpeado por objetos que sobrevuelan las cabezas sudorosas de decenas de turistas entusiasmados y de enterrar en arena a algunas señoras que toman el sol acostadas en el suelo. Aun así, nada te va a quitar las ganas de darte un buen baño después de todo lo que has pasado. ¡NO! Por fin divisas el mar. Esa masa de agua verdosa llena de cuerpos, algunos fornidos y otros no tanto. Al meterte, sabes que el alivio es inminente o, al menos, lo supones. El agua ya te cubre hasta la cabeza y sí, la cosa ha mejorado pero ahora te sientes parte de una comunidad de focas a remojo cansadas del asfalto y en busca de un paraíso tropical. Es entonces cuando piensas "Será mejor probar con la piscina local". 

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